martes, 1 de noviembre de 2011

Ocurrencias porteñas

Llamó para cerciorarse que estuviera cerca. Habían estado intercambiando mensajes con propuestas indecentes durante toda la tarde, ambos sabían que el fugaz encuentro sería intenso.

Cruzó la puerta, no atinaron a saludarse, mientras las lenguas competían por hacer contacto con la piel del otro, las manos urgentes recorrían geografías que de tan conocidas parecían nuevos territorios.

La tomo por las caderas, la subió al sillón, y sin darle tiempo a respirar comenzó a beber sus jugos para calmar la sed. Desde la otra orilla se escuchaban los mudos gritos de placer.

Presa de un deseo que no le era ajeno pero tampoco propio, se soltó y tomo su cuerpo para si. Era momento de percibirlo a él, sorber su néctar (aunque habían acordado que en cuestión de goce, no había propiedad, juntos lo generaban y juntos lo disfrutaban).

En un movimiento firme pero confuso la razón se despidió, ya nada importaba, no había retorno, ni tampoco lo buscaban …

Sonó el teléfono, se hizo de noche, se acabó el disco, las copas vacías …

Lentamente amanecía, y los rayos de sol que entraban x las hendijas de las persianas iluminaban la ropa dispersa por el piso … quizá el único vestigio de esa fugaz pasión …

Tomó su celular y notó que tenía un mensaje.

Los sonidos de la noche anterior sonaban en su teléfono, tardo en comprender pero entendió, que la ropa no era el único vestigio de aquella noche, y que cuanto más efímero y apasionado es el encuentro, más ajeno y distinto es el registro.

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